viernes, 28 de marzo de 2008

Más pedazos

Y lo peor de todo era que no había culpables. El ángel de la muerte aparecía como una hermosa representación mítica de lo que no era nada más que un asesinato desasosegante. Los vivos, los que nos quedamos en tierra firme mientras los muertos parten hacia lo inexplicable, no podemos preguntar qué ha sucedido porque corremos el riesgo de quedar como débiles mentales. El niño preguntón que todos llevamos dentro debe guardar silencio ante la muerte, ante el qué habrá. No, pequeño, no: la pregunta final no tiene respuesta, pero podrás intuir de qué se trata cuando atisbes una cripta oscura, unas últimas palabras pulidas que jamás serán leídas por su destinatario, una imagen inmediatamente transformada en olvido y condenada a naufragar en el recuerdo tarde o temprano. La respuesta está cerrada a cal y canto, custodiada por barrotes de eternidad e impotencia. Es probable que ni los muertos lo sepan, es probable que una vez superado el último escalón, antes de la buscada respuesta, cierren los ojos para siempre, sin llegar a saber jamás qué es lo que ese postrer camino les depara. Estarán borrados del mapa sin saber por qué.

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