jueves, 24 de junio de 2010

Lo prometido es deuda (IV)

Y por último y no por ello menos importante (aunque esta forma es sólo válida para artistas especialmente talentosos y ambiciosos) en opinión de Enrique Cuervo Cassidy, también se vencería a la muerte sobreviviendo a nuestro propio fin a través del arte y a través de la popularidad que probablemente alcancemos gracias al arte, ya sea cine, literatura, pintura… Porque aunque en vida no podamos gozar de esa gloria inmortal que otorga el ser considerado, incluso ya muerto, un magno creador cuya obra merece pervivir eternamente, sí que podríamos adivinar su dulce sabor si comenzáramos a cultivarla mientras nos siguiera latiendo el corazón, es decir: comportándonos como si fuéramos celebridades inmortales desde ya. Se trataría de disfrutar de forma ficticia y prematura de algo que las leyes de la naturaleza nos impedirían. De locos, ¿no? Por supuesto: se trataba de la opinión de Henry…

Cuando salimos de Deustoarrak eran casi las diez de la noche. Era tarde y al día siguiente teníamos que madrugar para ir a clase. Henry y yo decidimos coger un autobús que nos dejaba casi en casa. Nos despedimos del taller con gran lástima. Nos hubiéramos quedado hasta bien entrada la madrugada hablando y hablando, pero ya habría ocasiones de volver a vernos. La agenda de mi casi inerte teléfono móvil estaba desbordada de nuevos números. Al parecer, ya tenía, entonces sí, algo parecido a amigos en Bilbao.

Lo prometido es deuda (III)

Tenía curiosidad por saber cuáles eran las otras “falsas enemistades” del grupo, pero ya lo descubriría con el paso del tiempo. Quizás Herny y yo podíamos iniciar una nueva, Rimbaud versus Verlaine, por ejemplo…

Saltaba a la vista que los miembros del taller eran grandes amigos fuera de aquella estancia y que compartían su tiempo libre. Sin ir más lejos, aquel fin de semana había un par de planes programados: ir al Museo de Bellas Artes para visitar una exposición sobre el surrealismo, y una visita a casa de Mariela para cenar y ver una película. Sonaba apetecible, y creí que comenzaba a flotar entre empalagosos algodones de color rosa cuando fui invitada a ambos eventos.
Mi forma de agradecer semejante gesto fue hablar más de mí, aunque me sentía tan halagada y mimada que lo hice, quizás, con demasiado énfasis, casi atropelladamente. Henry me miraba con ojos desbocados.

Les confesé lo poco que me gustaba Santa Clara, e incluso les hablé de mi experiencia teatral en Ceares. Me dio igual que Henry estuviera delante, me traía sin cuidado lo que pudiera pensar. Incluso me vi tentada a observarle desde un punto de vista maquiavélico, de decirme eso de que el fin justificaba los medios. Porque quizás sólo había utilizado a Henry para conocer a aquella maravillosa gente a la que yo parecía resultar interesante y simpática, y ya no tenía por qué entregarme en cuerpo y alma a una asfixiante relación con él. Quise creer que era libre, que ya no le necesitaba, que podía volar sin él. Quise creerlo, pero no lo conseguí.

—Ana, el curso que viene, ¿estarás en Inglaterra o piensas estudiar en Bilbao la carrera? Si es que quieres estudiar una carrera, vamos…––se dirigió a mí Patricia.

Aquello me pilló por sorpresa, pero intenté salir lo mejor parada posible. Todos me miraban expectantes, Henry especialmente:
—¿Quedarme aquí el año que viene? No lo sé, pero aún tengo todo un año por delante para saber si me gusta tanto Bilbao…En cuanto a lo de estudiar una carrera, tampoco sé exactamente qué es lo que quiero estudiar…Supongo que algo, digamos, creativo, aunque mis padres me insisten para que estudie Economía.

—Henry siempre dice que va a meterse en mi mundo, en el de la denostada e ingrata Filología Hispánica. Te animo a que sigas el ejemplo de tu amigo, ¡únete a nuestra causa! —exclamó jocosa Carlota. Henry me miró con una mezcla de esperanza y miedo que me hizo llegar a la conclusión de que mi peculiar amigo hubiera agradecido que entonces yo dijera que sí, que, efectivamente, deseaba licenciarme en Filología en Deusto. Pero no lo hice porque era algo que jamás se me había pasado por la cabeza.

Alguien anunció entonces que nos quedaba poco tiempo. Cerraban el aula a las seis de la tarde, y eran las cinco y media, así que concluimos la reunión con un ejercicio de creación literaria: teníamos que escribir entre todos una historia; cada uno partía del párrafo que había escrito la persona situada a la izquierda, escribía una continuación, y pasaba el folio al compañero de la derecha.

Comenzó Esther y tardamos muy poco tiempo en terminar. Quedó algo curioso: se trataba de la historia de un robot escritor que tras superar un intento de suicido provocado por el abandono de su novia humana al descubrir que es un robot, acaba trabajando como profesor en la universidad, y allí se enamora nuevamente, pero esta vez de una alumna que, aunque él no lo note, es un robot que no sospecha que su profesor también lo es. Pero al final, ambos descubren la verdadera naturaleza del otro, y a ella no le importa, pero a él sí, y la abandona. “No es nada personal, pero tengo por costumbre salir sólo con humanas”: así terminaba la cosa. Lo del intento de suicidio fue mío; el final, de Henry.

Cuando la becaria de la entrada nos vino a avisar de que eran ya la seis de la tarde y que debía cerrar con llave el aula, Carlota me explicó que la reunión seguiría a partir de entonces en una cafetería-restaurante del barrio de Deusto llamada Deustoarrak. Así, toda la trouppe de inminentes literatos nos dirigimos a aquel local, situado a apenas diez minutos de la universidad. En cuanto estuve allí, frente a un humeante café con leche, bien acomodada en un mullido sofá de color oscuro y con un decoroso Henry plantado a mi lado (se le veía tan sereno y afable que temí estar con su hermano gemelo), supe al instante por qué era el lugar idóneo para albergar reuniones de un grupo así. Decorado con armaduras medievales, alfombras y tapices granates, y presidida por una hermosa chimenea, allí dentro se tenía la sensación de haber retrocedido siglos en el tiempo y encontrarse en una reunión de la Mesa Redonda de Camelot, aunque en vez de tratar los asuntos de un reino celta, los allí presentes nos dedicamos a hablar sin cesar de todo: de política, literatura, cine, música, así como de obsesiones y banalidades varias, pero siempre con tanta pasión y entusiasmo que parecía que fuéramos los responsables de decidir el rumbo que debía seguir el mundo entero.

En aquella amalgama de relatos, remembranzas y opiniones, participamos tanto Henry como yo, alejándonos así de nuestro patrón de adolescentes cohibidos y expectantes.
Cuando la calidez de la confianza me convenció de que pisaba sobre terreno seguro, me aventuré a exponer el argumento de algunos de los cuentos que había escrito (y que desgraciadamente en aquel momento no tenía conmigo); y la simple narración de las que yo consideraba deprimentes y algo surrealistas fábulas, pareció fascinar a mis oyentes.

––El próximo día trae algo, Ana. Tengo ganas de leer ese cuento tuyo del escritor que escribe libros “ya dictados” por voces misteriosas, ¡suena apetecible! ––exclamó Emilia.

Henry también parecía interesado en mis creaciones, y él mismo se animó a leernos a todos los últimos versos que había escrito la noche anterior (él sí que había traído su cuaderno). Y su éxito fue rotundo. Jamás hubiera pensado que Henry escribiera tan bien, porque aquellos poemas, pese a ser un trabajo claramente inspirado en la devoción que sentía por los simbolistas, recogían su impronta, algo que sólo podíamos apreciar los que le conocíamos; porque aquellos versos transmitían dolor y ternura a la vez; desesperanza y tinieblas, pero también cierta y sutil rebeldía.

––Impresionante, como siempre, Henry, aunque ya sabes que opino que pecas de oscuro, ¡supongo que será la edad! ––rió Carlota. Y Henry recibió sus alabanzas con timidez y una sonrisa de agradecimiento. Pero no se conformó sólo con recitarnos sus poemas, había mucho más en él que eso. Al parecer, le interesaban otras cosas…

En un primer momento, me resultó extraño escuchar a Henry enfrascarse en una apasionante conversación con Jacobo sobre la postmodernidad y la globalización. Pero después, no pude por menos de admirarle. Utilizaba argumentos sólidos para defender su postura y se expresaba de un modo coherente, manteniendo el temple en todo momento. El niño de los Monster era, al parecer, un ciudadano del mundo, y todo un existencialista, aunque eso ya lo sabía. Pero sólo allí, entre el ambiente medieval de Deustoarrak, conocí la impresionante teoría de Enrique Cuervo sobre cómo podíamos escapar de la muerte. Todos les escuchamos anonadados mientras se explicaba.

Según explicó Henry, hay tres formas de reírse de la dama de la guadaña —ya que vencerla es imposible—: la primera consiste en olvidarse de que existe, no teniéndola en cuenta para nada, no mencionándola nunca; en la medida de lo posible, por supuesto. La segunda es tratar de no arriesgar la vida por nada, por absolutamente nada que dependa de la voluntad de uno: ni participando en un deporte de riesgo, ni tomando un medio de transporte que no sean las piernas de uno, ni saliendo a la calle un día de viento… (la calidad de esta clase de vida es tema aparte, por supuesto).

Lo prometido es deuda (II)

Nada más conocerme, aquellas personas mostraron una instantánea y desinteresada amabilidad conmigo, me invitaron a sentarme junto a ellas y se dirigieron a mí con tanta delicadeza que casi logré emocionarme. Si Henry, que se movía por allí como si estuviera en su casa, había llegado a ser amigo de ellas, era en verdad un chico muy afortunado.

Sobre la mesa había restos de bocadillos, fruta y refrescos. Al parecer, ellos también habían comido. Yo lo había hecho en el recreo; tras pasar brevemente a saludar a Silvia, había dado buena cuenta de un par de manzanas y una ensalada de atún de lata en el aula vacía; estaba prohibido comer en clase, pero nadie me había descubierto. Y si Henry había ingerido algo era un misterio, quizás alguna sintética y pegajosa palmera de chocolate de aquellas que le había visto mordisquear en ocasiones, entre cigarro y cigarro, en compañía de sus amigos del patio.

En el centro de la mesa había una enorme caja forrada con papel de regalo llena de folios, papeles y cuadernillos que sobresalían por todas partes amenazando con reventarla.

––Es la caja de Pandora —me explicó Carlota––; aquí metemos nuestras cosas. Lo que escribimos en el taller, cuadernos con las poesías de nuestros recitales, folletos o fotos interesantes…En fin, es un cajón de sastre al que habrá que poner orden algún día, ¡pero es que aquí todos somos un desastre!

Poco a poco, mientras escuchábamos a Carlota relatar sobre qué había versado una interesante clase de Teología que había recibido aquella mañana, fue llegando el resto del taller. Aunque a veces podían llegar a ser hasta veinticinco personas, según me explicaron, el grupo base lo componían unas doce. Y aquel día, quizás debido a mi presencia, se superó dicha cifra.

En cuestión de minutos, la estancia se fue llenando. La puerta no dejaba de abrirse y cerrarse y las sillas se ocupaban al instante. Así, aquel mismo día, tuve la suerte de conocer a la esencia del taller literario, el “taller base”, como ellos lo llamaban. Además de Carlota, Emilia, Patricia, José Luis y Henry, estaba Pedro, estudiante de Barcelona que habían elegido Bilbao para completar sus licenciatura de Empresariales; Mariela, que cursaba estudios de Turismo y cuya sonrisa era contagiosa; Esther y Andrés, ambos de Derecho, y que también estaban en el taller de teatro; Jesús y Jacobo, de Historia y Filología respectivamente, y que escribían en la revista de la universidad, y Sara, una chica de larguísimos cabellos coloreados con hena y aspecto de hada encantada que estudiaba Historia.

Me pidieron que me presentara en voz alta, pero no se me hizo tan incómodo como se me había hecho en Santa Clara o Ceares.
Les dije cómo me llamaba, de dónde venía y con qué intenciones. Les pareció tremendamente interesante que mi madre fuera inglesa, aunque por el taller hubieran pasado ya varios jóvenes del programa Erasmus de casi todas las nacionalidades europeas (y no había que olvidar que tenían a un impagable medio irlandés entre sus fieles invitados).
Les hablé de mis autores preferidos (el hecho de que adorara a Rimbaud y a otros poetas malditos hizo que me granjeara automáticamente la simpatía de Emilia y Andrés) y de mis novelas predilectas.

—Vaya, Ana, pues estás de enhorabuena; hoy vamos a hablar de Truman Capote ¡y una de las novelas a analizar es de las que adoras: Desayuno en Tiffany´s!
––Que por cierto, no tiene nada que ver con la película —dijo alguien.
––Pero la película también es fantástica ––replicó otro.
––Ya, por supuesto que sí, pero cuenta otra historia. Es que el personaje de Holly Golightly estaba pensado para Marilyn Monroe, no para Audrey Hepburn, ¡y eso lo explica todo! ––se dijo.
Así comenzó la reunión del taller. Todos, uno por uno, y respetando el turno de palabra, fueron dando opiniones y datos sobre Capote y su obra. Al parecer, allí nadie ignoraba la obra del autor.
Pero enseguida empezaron a saltar de un tema a otro, y no sólo hablaban de literatura. Podían aludir a cuestiones personales, quejarse de la cercanía de los exámenes por ejemplo, para pasar a hablar seguidamente del realismo mágico o del descacharrante sueño que les había torturado la noche anterior.

Yo me mantenía en silencio, maravillada, y Henry hacía lo mismo. Me pregunté si sería así en todas las sesiones, o si lo hacía porque estaba yo delante y le daba pudor manifestarse en público.
Lo que estaba claro era que cada una de las personas que allí encontré era un delicioso e irrepetible universo en el que merecía la pena indagar. Asistí maravillada a la reunión de un grupo de personas que fuera de aquella pequeña clase serían consideradas, posiblemente, como “raras” o “excéntricas”. Y como si Carlota me hubiera leído la mente, dijo:
––No te asustes, Ana. Probablemente pensarás que estamos loquísimos.
––Sí, pues menos mal que no vino en la época en la que el taller era casi el museo de los horrores ––afirmó convencida Patricia.
—¿A qué te refieres? —pregunté con curiosidad.
—Pues que hubo un tiempo en la que nos veía cada personaje…Vamos, que aquí había gente chalada de verdad.
—Como el teólogo aquel, que contaba lo de los exorcismos del Vaticano…
—¿Y os acordáis de Cleopatra? Era una chica que tenía el mismo corte de pelo que Cleopatra, y que tenía cara de susto las veinticuatro horas del día, así ––y varios de los del taller comenzaron a imitar a aquella tal “Cleopatra”, abriendo los ojos de forma desmesurada, como actores de cine mudo.

También tocaron temas más profundos; sin ir más lejos, la fe religiosa o la necesidad de creer en un Dios, lo que originó una discusión amistosa en la que los participantes se expresaban con una envidiable riqueza de vocabulario y aludiendo a autores y teorías de lo más variopinto. Parecía mentira que aquel grupo de jóvenes de alrededor de veinte años fuera poseedor de tantos conocimientos. Por suerte, yo conocía a la mayoría de los autores citados y la conversación me era perfectamente comprensible, incluso podría haber participado; pero preferí seguir escuchando, al menos, por el momento.

Luego, tras aquella profunda conversación, de pronto, Andrés encendió con su mechero un par de velas que había dentro de la caja de Pandora, y apagó la luz.
—Sobraron de Halloween. Es que la víspera de Todos los Santos escribimos relatos de terror y los leímos a luz de las velas… De lo mejor que he vivido aquí dentro… ––explicó Emilia con una sonrisa malévola.
—Como irás viendo, aquí tenemos mucho macabro, Ana. Aunque en eso, Emilia se lleva la palma ––señaló Sara. Y Emilia sonrió (extrañamente) halagada.
—Y también hay algún que otro esotérico alucinado, como tú, Faraona —le dijo con una sonrisa maliciosa José Luis.
—¿Me hablas a mí, Griego Asqueroso? ––preguntó Sara a su amigo con falsa indignación.
Con resignación, Carlota me explicó que aquel intercambio de peculiares improperios era origen de una de las “falsas enemistades” del taller, inspiradas en las tormentosas relaciones que mantienen ciertos escritores (pusieron de ejemplo a Góngora y Quevedo), pero basadas en el cariño y en las ganas de picar al amigo en cuestión, que no en la rivalidad. La de Sara versus José Luis se daba porque mientras que la primera defendía a ultranza las culturas y civilizaciones orientales (desde los países árabes hasta el Imperio del Sol Naciente), José Luis era un abanderado de la cultura Grecolatina. Pero se enfrentaban siempre en un tono jocoso y amistoso.

Lo prometido es deuda

No creo en mi novela, esa es la verdad. Y lo digo sin ningún ápice de victimismo, masoquismo o ruines deseos de que la audiencia se esmere en hacerme pensar lo contrario. Lo digo porque lo pienso, de veras que lo pienso, pero por deseo expreso de dos buenas amigas mías, publicaré en el blog el capítulo en el que la protagonista pasa a formar parte del ya difunto Taller Literario que albergó no hace demasiado la magna Universidad de Deusto, en Bilbao. Allá vamos, que lo lea quien pueda. Es que yo procuro cumplir siempre mi palabra...

Cuando terminaron las clases y llegó el momento de abandonar Santa Clara para ir con Henry allí, no cabía en gozo: me sentía dichosamente culpable, como si no fuera lo suficientemente buena como para merecer semejante privilegio. El Cuervo me esperó en la puerta de clase (de nuevo, él recogía sus cachivaches antes que yo) mirándose los zapatos, y cuando llegué hasta él, como si estuviera a punto de subirme en su carromato de tinieblas, me preguntó arqueando una ceja:
–¿Estás lista?

No puedo describir la hormigueante sensación que me producía caminar al lado de Henry un jueves (¡un jueves con Henry!), rumbo a la Universidad de Deusto. Él estaría deseando que yo le preguntara por el taller, que le mostrara cierto nerviosismo, dudas, ante mi inminente entrada en aquel grupo que, según el folleto que Silvia me había dado, trataba de “despertar la riqueza que se lleva dentro a través de la pluma”.
Pero yo no tenía miedo; si Henry podía estar allí, yo también.

––¿Ya te imaginas cómo va ir la cosa? ––finalmente tuvo que ser Henry el que me planteara la pregunta ya que mi boca parecía sellada.
––Pues lo intuyo, más o menos. Hablaremos de libros y autores, ¿no?
––Claro, Ana, eso es evidente —cuando se dirigía a mí por mi nombre era que quería poner énfasis en algo o porque me regañaba con instinto casi paternal, lo cual le hacía parecer muy cómico—. Pero seguro que no sabes que hoy vamos a hablar de Truman Capote.
Aquello era demasiado, ¿cómo podía tener tanta suerte?
––Vaya, uno de mis preferidos ––comenté como si todo lo que sabía sobre Capote, del que me había leído su bibliografía completa, lo supiera sobre muchos autores más—. Creo que voy a disfrutar mucho de la reunión de hoy…

Y gracias a mi impostada altanería logré lo que ni siquiera había soñado: sin que yo se lo pidiera, Henry me fue haciendo un perfil de cada miembro del taller antes de llegar a la Universidad de Deusto, de tal manera que cuando me encontré allí, frente al glorioso edificio, albergue de universitarios y sus envidiables vidas adultas, sabía mejor lo que me iba a encontrar.
La Universidad de Deusto se levantaba bajo el monte Artxanda, en el barrio que le daba nombre, y quedaba justo enfrente del Museo Guggenheim. Era llamativo el contraste brutal entre ambas estructuras, la de la universidad y la del museo, cada una abanderada de un tipo de arquitectura opuesta al de la otra, testigos ambas de dos diferentes épocas y significados. El pasado y el futuro; el clasicismo y el más rabioso vanguardismo; la imponencia de la sobriedad y la titánica obra maestra de un genio de la arquitectura universal.

Entre aquellos universitarios con los que nos cruzábamos, los cuales caminaban con actitudes resueltas, confiados y bien armados de montones de apuntes y carpetas desbordadas, Henry y yo no podíamos evitar dar la nota con nuestros uniformes verdosos. ¿Cómo podía haber sido tan descuidada?, me dije. Debería haber llevado en una bolsa aparte ropa “de paisano” para cambiarme en el colegio antes de salir. Pero la actitud de mi acompañante me tranquilizó. Henry parecía tan sereno, despreocupado de lucir por aquellos lares como el hijo pequeño de La familia Monster, que enseguida olvidé el incómodo detalle, aunque algunos estudiantes nos miraran con curiosidad, y no fueran pocos los que intercambiaran comentarios con sus compañeros al vernos.
La universidad era por dentro aún más fascinante que por fuera. Los claustros de piedra fría y los pasillos, de techos insondables, provocaban que una se sintiera parte de una película repleta de intrigas y profesores chiflados con canosas y abundantes barbas.

El taller estaba en el primer piso. Para acceder a él era preciso entrar a una especie de despacho donde había una pareja de jóvenes becarios llevando toda clase de asuntos culturales y sociales; formaban parte del llamado Gaurgiro, el círculo de actualidad de la universidad. La chica, de poco más de veinte años, saludó a Henry con una amplia sonrisa en cuanto entramos por la puerta y me miró con curiosidad.
––Hola, Henry y compañía…Tú debes de ser Ana, ¿no?
Asentí sin decir una palabra. Me sentía intimidada por todo, por estar allí, por ser interpelada. Pero no me permití seguir con semejante actitud. Eché los hombros para atrás, elevé el mentón, y decidí que de entonces en adelante sonreiría y contestaría con palabras. En cambio, Henry parecía estar en su propia casa, incluso se molestó en preguntarle a la becaria por sus exámenes y en mantener una breve pero agradable conversación con ella. Una conversación “normal”. Tras ello, se despidió con una amplia sonrisa de la chica, y me invitó con un gesto a seguirle. Cruzamos una puerta que nos llevó a otra antesala donde un numeroso grupo de jóvenes discutía airosamente sobre política internacional, pero con argumentos bien estructurados y respetándose el turno de palabra, como si fuera una de aquellas tertulias televisivas sobre temas de actualidad que hacía tiempo que yo no veía.
Sin dejar de hablar, nos saludaron con un gesto y nos siguieron con la mirada hasta que llegamos a la última puerta. Henry la golpeó suavemente y una amigable voz femenina nos invitó desde dentro a que pasáramos. Obedecimos. Él entró primero, yo detrás, como queriéndome ocultar inocentemente por su delgado cuerpo.

La estancia era cuadrada y muy pequeña; dos de sus cuatro paredes estaban ocultas tras unas enormes estanterías desmontables desbordadas de cajas, archivos, libros, carteles y un sin fin de papeles. La mesa rectangular que ocupaba el centro era como las del colegio, y tenía muchas sillas alrededor.
Allí había cuatro personas sentadas; tres chicas y un chico. Todos saludaron a Henry con gran simpatía y me miraron expectantes, aguardando a que él o yo misma me presentara.
Fui yo quien lo hizo, mirando a todos y a cada uno de los presentes a la cara y con toda la simpatía de la que era capaz. Y ellos hicieron lo propio.
La chica encargada de coordinar el taller era pura dulzura y amabilidad. Se llamaba Carlota (era la primera vez que oía ese nombre fuera de libros o películas), tenía unos amigables y enormes ojos color avellana, y estudiaba Filología. Las otras chicas eran Emilia y Patricia, estudiantes de Derecho e Historia respectivamente. También parecían muy agradables. No pude evitar preguntarles si eran hermanas, más que por el cierto parecido físico que hallé en ellas (ambas vestían de forma similar, poseían largos cabellos oscuros y penetrantes ojos casi negros), por sus gestos, ademanes y forma de expresarse, ya que poseían similitudes que sólo los hermanos o los amigos íntimos llegan a compartir. Pero resultaron ser nada más que amigas.
El único chico era José Luis, alumno de Filosofía; en aquel momento estaba contando a los presentes que había leído en alguna parte que su admirado Jorge Luis Borges, al igual que él, detestaba las palomas.

Me parecieron muy pocos, pero me explicaron que aún quedaba gente por llegar, y que hasta que no estuvieran todos, no comenzarían la reunión, sólo charlarían, pese a que el taller hubiera comenzado oficialmente hacía un buen rato.

miércoles, 16 de junio de 2010

Pensé que sería capaz de sedarme a mí mismo,
y que con ello el dolor desaparecería.

No sé si nací así, pero el problema es que lo soy,
y que ser así cansa, y quisiera ser normal, otra de mis
palabras malditas. Malditas...

Tengo dentro de mí tanta información, vivencia, deseo frustrado y cumplido,
desorientación, rehabilitación, alcohol, noches en vela, kilos ganados y perdidos,
cumpleaños de pesadilla y aniversarios tolerables, muertes, enfermedades, consuelos, risas,
maldiciones, amigos y enemigos y otra vez amigos, conocidos, amores muertos y
difuntos y enterrados, amores platónicos,
ropa nueva y ropa usada y eliminada,
cabello cortado y regenerado,
cine y libros y música y viajes,
etapas consumidas y planes de otras que vendrán si yo no le pongo remedio...,
y tonterías, tonterías y tonterías...

Sólo escribo tonterías, y no puedo ni sedarme
ni cambiarme,

y sigo sin saber si nací así
o la vida y sus montruos divinos
me hicieron así,

el caso es que
no puedo arrancarme la piel a tiras,
ni transmutarme en algo que me contradice.

La sedación ha sido un sonoro fracaso, amigos míos,
sigo, una vez más,
aquí dentro.

YO.