martes, 20 de octubre de 2009

Última noche en el Venice Simplon (3)


El viajar de forma continua y en completa soledad a lo largo y ancho del mundo durante tantas semanas, además de un puñado de desagradables anécdotas (como una dolorosa enfermedad causada por un parásito en un pueblecito de Kenia, o un robo a punta de pistola en Nueva York), habían causado evidentes estragos físicos y psíquicos en Gerard, por lo que las palabras que Diane le había dedicado en su última llamada telefónica unidas a su desoladora estampa, le condujeron rápidamente a la decisión de acabar definitivamente con su periplo mundial y regresar a París, aunque fuera sin ninguna historia que ofrecer a sus insistentes editores.
Atrás quedaban Nueva York, Nueva Orleáns, México, California, Alaska, las islas Hawai, Nueva Zelanda, Japón, China, la India, Rusia, Irán, Siria, Egipto, Kenia, Grecia o Italia, su último destino, testigos todos estos lugares de sus infructuosos intentos por empaparse de una nueva savia que, a modo de combustible, pusiera de nuevo en marcha su maquinaria creadora. Gerard volvía a casa.


A través de la ventana del compartimiento, el paisaje que le llegaba continuaba siendo verdoso y aún soleado pese a que el fin de la jornada se acercaba. Mientras se desperezaba tras una siesta que había durado tres horas, sonrió con la boca abierta y dejó escapar un hondo y largo gemido liberador. Luego, desechando de su equipaje las abundantes ropas descoloridas y holgadas que en los últimos tiempos había portado, comenzó a engalanarse a conciencia, ya que era de dominio público que todos los pasajeros del selecto Venice Simplon cuidaban hasta el extremo su aspecto. Así que peinó y domó lo mejor que pudo sus abundantes cabellos castaños, necesitados urgentemente de un buen corte, cubrió su escuálido cuerpo con uno de aquellos trajes caros que había vestido en importantes eventos culturales y sociales, y colocó en su muñeca el objeto más caro que se había llevado con él y por el que siempre había temido, aunque ningún caco había logrado arrebatárselo: un caro reloj de la marca Rolex, valorado en una cifra que causaba vértigo, capricho que se había permitido desembolsando parte del dinero logrado con las ventas de su primer libro.

Objetos de los que se fueron

Cuando los muertos se van deberían llevarse todas sus cosas; sus casas, incluso, si resulta que tras su partida van y las dejan vacías...Porque a los que nos quedamos en tierra nos toca recoger, gestionar, administrar, tirar, eliminar, regalar, robar...Esto último es lo peor: porque a veces resulta que no nos queda otra que heredar y quedarnos con cosas que en vida fueron de ellos.

Hemos estado en su casa recogiendo y clasificando y no puedo evitar sentirme como un vulgar ratero: la hemos saqueado, vilmente. Joyitas, recuerdos, fotografías antiguas, vestidos perfumados con naftalina...Y se me ha hecho un nudo en la garganta cuando he visto que las humedades seguían devorando el techo de la cocina, aquellas humedades que, como insidiosos agujeros negros, tanto le preocupaban, "habrá que hablar con la comunidad, nadie hace nada, ¿cuánto dinero me costará?", y mientras limpiaba dos pescaditos, su segundo plato (ella siempre comía dos platos y postre), y me invitaba, "¿quieres que paseemos por el parque? Ya sé que te gusta pasear por el parque los días de sol". Claro que me encanta pasear por el parque los días de sol, acompañado, si es posible...Qué bien me conocía, cómo me quería. "Tú con los amigos no tienes mucha suerte, ¿verdad?", me solía decir. Y yo asentía.

De amor no hablábamos. Era tabú. Ella lo sabía. Mi pudor casi enfermizo me impedía hablarle a ella de mis amores. "Tú con los amigos no tienes mucha suerte, ¿verdad?", y yo asentía, y le contaba el último disgusto que me habían dado...Pero ahora, todo ha cambiado: tengo amigos, ella no está y en el cajón de mi cómoda guardo sus joyitas, aquellas que nunca debían haberla abandonado.

domingo, 18 de octubre de 2009

Última noche en el Venice Simplon (2)


Los grandes críticos y editores, los mandamases culturales, los más respetados señores del mundo de la literatura, al coronarle como el nuevo y flamante enfant terrible de las letras francesas, le habían condenado también a la presión de ser constantemente un autor brillante y rompedor sin importarles lo más mínimo su bienestar como ser humano. Eran, tal y como la dulce Diane denunciaba, una horda de avariciosas alimañas tan sólo interesadas en hacer dinero a su costa. Y sucedía que Gerard ya no daba más de sí. Al fin lo había comprendido. Diane era lo único auténtico y valioso en su vida y se entregaría a ella en cuerpo y alma. La amaba tanto que en todo aquel tiempo no había podido traicionarla acostándose con otras mujeres, pese a que no habían sido pocas las tentaciones. Los remordimientos no le hubieran dejado vivir. Ella siempre le había apoyado ciegamente desde el principio.

Su primera novela había sido un éxito rotundo, un clamoroso y revolucionario debut literario que muchos compararon con el de Radiguet y su El diablo en el cuerpo. La segunda, pese a los comprensibles temores de sus editores, le había elevado aún más en la imposible lista de los más vendidos y a la vez alabados por la crítica.
Y con la tercera de sus obras, aplastando los insidiosos rumores que apuntaban a que el fenómeno Chevallier debía dar ya, al menos, algún paso hacia atrás en su carrera hacia el éxito, había terminado por incrustarse en el firmamento de los gloriosos.
Había sido tal la admiración y veneración que despertaba, que algún que otro entendido en la materia se había atrevido a augurar que de seguir condensando en obras tan logradas su gran talento, podía ser que en un futuro no muy lejano el aún joven autor fuera un serio candidato al premio Nobel. Pero entonces, mientras el Venice Simplon devoraba raíles y más raíles, las cosas eran totalmente diferentes, porque tras veintidós meses pululando por el mundo sin pausa ni tregua, Gerard Chevallier había llegado a la triste conclusión de era incapaz de escribir una cuarta y deslumbrante novela. Le ocurría, sencillamente, que su vena creativa, su harén de musas o como quisiera llamarse al misterioso ente que desde bien niño le había susurrado estupendas historias que narrar, se había cansado de él y se había evaporado, dejándole inerte, silencioso y marchito, sin nada que mereciera la pena ser ofrecido a la masa lectora, siempre suplicando por nuevos libros con los que evadirse de la triste vida terrenal. Debía comenzar a aceptar que era probable que todo su talento se hubiera agotado definitivamente en las tres novelas que le habían encumbrado antes de cumplir los treinta y tres años.

miércoles, 14 de octubre de 2009

Última noche en el Venice Simplon

Recomendación: lean este cuento pensando en los actores Emile Hirsch y Ralph Fiennes como protagonistas. Allá va...

“Escúchame, Gerard; para un poco y escúchame. Lo que estás haciendo es huir de ti: de ti mismo. Y esa es una batalla de antemano perdida porque, allá donde vayas, chocarás una y mil veces contra tus limitaciones, contra tus flaquezas, miedos y obsesiones. El papel que tratas de desempeñar desde que publicaste tu primer libro atenta clamorosamente contra tu verdadera esencia. Eres como un pajarillo encerrado en una jaula que, incapaz de aceptar su situación, persiste en arrojarse una y otra vez contra las barras de metal; y que con cada golpe que recibe, alimenta aún más sus deseos de libertad; y que, embate a embate, comienza a ver cómo su cuerpecillo se llena de llagas y magulladuras, heridas que se agravan por segundos, conduciéndole irremediablemente hacia una amarga muerte. No sigas golpeándote así, Gerard, te lo suplico: de lo contrario, acabarás por aplastarte contra los barrotes de esa celda en la que tú mismo te has atrapado. Deja de correr, de buscar, de viajar, de experimentar, de ansiar nuevas personas, nuevos sabores, nuevos colores, nuevos olores, nuevos países y nuevos anhelos. Deja de esconderte de ti mismo pululando por el mundo como un nómada desorientado, fingiendo ser un alma deseosa de experiencias inéditas cuando sólo eres un pobre niño asustado. Al final, cuando ya no tengas a donde huir, caerás agotado, confundido y aún más perdido que cuando empezaste con esta espiral de marcha frenética. Vuelve a casa, Gerard, y quédate conmigo, te echo tanto de menos…No soporto ni un día más sin ti…¡casémonos! Acepta una vida sosegada y sencilla, pero no por ello menos digna. Olvídate de las ínfulas del éxito, de las lisonjas y de las falacias de la gloria del artista: sólo son los caramelos envenenados con los que te han tentado esos monstruos insaciables que desean exprimirte hasta el final; si les dejas, acabarán devorando hasta el último pedazo de tu ser. Te han llenado la cabeza de pesadas ambiciones que jamás hubieran brotado de una sencilla persona como tú. Mándales al cuerno y vuelve. Buscaremos un trabajo digno y gratificante para el que estés plenamente capacitado, ¿qué tal profesor? Estoy convencida de que serías un educador soberbio. O si no, quizás algo relacionado con la gestión de eventos culturales. Trabajar en un museo, en una galería de arte…, no me digas que no suena tentador y perfectamente compatible con tu espíritu sensible y generoso. Olvídate del mundo de los falsos mitos y recupera tu naturaleza de hombre tranquilo. Concédete, de una vez por todas, una tregua: te lo mereces”.


El Venice Simplon, un largo e impecable dragón de vagones dorados y añiles, avanzaba constante e imparable dejando atrás las hermosas tierras del norte de Italia, y las palabras de Diane repicaban en la cabeza de Gerard Chevallier como una suerte de letanía cargada de esperanza. En apenas unas horas, el lujoso tren le depositaría de nuevo en París, le devolvería a los brazos de Diane, y antes sus exhaustos ojos se abriría un nuevo camino a seguir, lleno de posibilidades que hasta entonces no había siquiera considerado. ¿Él, el admirado Gerard Chavallier, conformándose con una vida sin importancia? Pues sí, ¿por qué no?


viernes, 2 de octubre de 2009

Descubriendo a William Blake...

El que desea y no actúa, engendra pestilencia...