sábado, 29 de noviembre de 2008

Si tuviera tiempo


...me gustaría hablar de la publicación de los diarios de Sándor Márai (espero que sea mi regalo de Reyes, y si no, me lo regalo yo). Desde que leí "La hermana" no pude por menos de buscar todo lo tipo de información sobre este hombre tan desgraciado, otro de mis queridos suicidas literarios, hojas de otoño que secas y maduras se precipitan del árbol de la vida por su propia elección, porque consideran que ya no tienen más belleza o arte que aportar al mundo...


...escribiría algo sobre el derecho de esa niña de 13 años a renunciar a la vida, o más bien, a decir de una vez NO MÁS al ensañamiento terapéutico que lleva padeciendo desde los 5 años. Hannah, se llama. Es inglesa. Y me retuerce por dentro la serenidad que luce en esas imágenes que nos conceden los medios de comunicación, imágenes en las que aparece rodeada de su familia, conversando, viendo la tele, riéndose, como si no supiera que sólo le quedan semanas de vida. Eso sí, cuando la grabaron frente a la pantalla de su ordenador rosa no estaba ni chateando ni consultado páginas de sus ídolos musicales, no señor: estaba jugándose un solitario digital con cartas de póquer. Ella sola, jugando. Un solitario, ella...Sola.


...hablaría más de mí, o más bien de mis descubrimientos, porque no paro de descubrir cosas, personas, verdades que hasta hacía poco estaban ocultas en mi vida.

Ya habrá tiempo, todo se andará...

sábado, 15 de noviembre de 2008

Parte del Capítulo IV (dedicado a resacosos)

El sábado siguiente a la noche de Las Alas Azules amaneció turbio, helado, grisáceo. Sin saber muy bien cómo, desperté perfectamente arropada en mi cama de cabecera de acero. Llevaba el pijama puesto y mi ropa de la noche anterior reposaba pulcramente extendida y colocada sobre la butaca del cuarto. Pero de lo que nadie podía liberarme era de un insufrible olor a tabaco y alcohol que impregnaba todo el cuarto y, por supuesto, de una dolorosa y pastosa resaca. El estómago, destrozado; la garganta, transformada en un cilindro de metal ajado, y en la boca seca, un regusto entre dulzón y amargo. Los recuerdos recientes de la noche que acababa de pasar se veían eclipsados por mi nefasto estado corporal. No tenía fuerzas ni para sentirme avergonzada ni arrepentida, sólo me sentía mal e incómoda. Hubiera vendido mi alma al diablo por acabar con aquel malestar.
Miré el reloj. Eran las doce y media. Más de mediodía. ¿Qué iba a ser de mí? No se escuchaba ni un solo sonido por la casa, pero olía a pan tostado y a café. Sin duda alguna mi tía estaba viva. Y había hecho algo en la cocina. Pensé, con rencor, que era un milagro que anduviera por su bonita casita color azafrán.
La resaca es un curioso estado en el cuerpo se encuentra molido, inflamado y reseco a un mismo tiempo. La cabeza gira a un ritmo mucho más acelerado que el agotado corazón.
Me pasé una hora en la ducha y aún así, mi estado era bastante lastimoso. En cambio, mi tía estaba de muy buen humor.
Para estar en casa yo me ponía unos pantalones viejos, ropa de deporte y sudaderas, pero ella siempre parecía dispuesta a salir por la puerta rumbo a una fiesta de sociedad.
Aquella mañana llevaba un limpio vestido de algodón blanco de manga larga y que le llegaba hasta por debajo de las rodillas. Su cojera era más disimulable con prendas largas, pensé. Canturreaba por toda la casa y pese a mi patético estado, me dijo que aquella mañana se me veía muy guapa.
-¿Llegaste tarde anoche?-pregunté a mi tía. Ella me respondió que sí, que hacia las cuatro de la mañana. El sol brillaba afuera, pero la casa estaba helada.
-Ya dentro de nada vendrá el frío- afirmó mi tía. Llevaba una cola de caballo y la sonrisa brillaba una y otra vez en su rostro. Había llegado a casa una hora después que yo y se había levantado cuatro antes. “Es inhumana”, pensé.
Las hojas de otoño ya habían comenzado a cubrir a modo de amarillento tapiz las calles del barrio. En mi tía, preciosa como una dama de los bosques, no había señales ni de vino ni de lágrimas. Ella debía de haber tenido una velada de ensueño. Como me temía, apenas me dio detalles de su cena, sólo dijo que lo había pasado en grande.
-Deberías ir, ahora que ya tienes amigas, al restaurante al que fui yo anoche. Comida japonesa buena de verdad. Os encantará. Y no es demasiado caro, si es por dinero…
Pero no, no era por dinero si yo no iba, más bien por ausencia de amigas.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Salò o los 120 días de Sodoma: ¡Argh!


Recuperado de los estragos estivales, y bien arropado por el frío de noviembre, tengo ya fuerza suficiente para hablar de una película que me advirtieron que no viera y que pese a todo vi- la prohibición no hace más que excitar la voluntad, y más cuando hay neblinas de morbo rodeando dicho mandato negativo-: Salò o los 120 días de Sodoma, de Pier Paolo Pasolini.

Qué película..., me produjo su visión tantas y encontradas sensaciones..., del asco a la estupefacción, de los deseos de asesinar a su director- se me adelantó la mano invisible que acabó con su vida en 1975, recién terminada la película y antes de que la estrenaran- o de considerarle un genio...Nunca en mi vida había visto tal galería de imágenes escatológicas, sádicas (no en vano se basa en una novela del marqué de Sade), brutales, sexualmente perversas...: una concatenación de horrores para realizar (quiero creer) una crítica al poder, a la ausencia de bondad y empatía en el ser humano.
Pero para los que se atrevan a verla, tengan en cuenta que no es tan ficticio lo que narra, ahí tenemos Abu Graib, Guantánamo, la reciente historia de Argentina, incluso la civilizada Austria, que nos demuestran que el ser humano es capaz de ser lo más inhumano del universo, privándose de empatía, bondad, y esos sentimientos que impiden causar dolor a un semejante.

La película da asco, me gustaría que en una sesión de hipnosis me borraran lo que vi, pero es lo que hay, es una fábula que explica por qué casi siempre ganan los malos.

Y sigo con fragmentos sin sentido

-No, Henry, no: esto es asqueroso, la gente es asquerosa…
-No, ¡maldita sea! ¡Deja ya a la gente en paz! El problema no es la gente, el problema lo tienes tú, ¡acepta la realidad ya, de una vez!
-La realidad apesta.
-¡Es lo que hay!
-No sé, no sé…, yo, ahora, sólo quiero volver a Londres.
-Quieres huir y cuando estés allí, desearás volver a huir y retornarás a Bilbao, o te esconderás en otro sitio, estoy convencido.
-¿Por qué siempre escojo la opción equivocada?- pregunté desesperada al cielo.
-Eso es una falacia. No hay opciones equivocadas. La vida es única e irrepetible. No es un ensayo general. Nunca sabrás si te equivocaste o no; nadie te dejará contemplar el camino justo porque no existe el camino justo- predicó con convicción aquella parrafada algo difícil de asimilar.
-Pero cuando era niña yo sí que sabía cómo quería ser. Y voy a cumplir los dieciocho y no me parezco a esa idea ni por asomo
-Ana: aún eres una niña.
-Una niña chiflada que pretende que el tiempo se detenga para siempre.
-Pero no puedes hacer nada, demonios. ¿Qué quieres? ¿Enfrentarte al mundo, a las leyes cronológicas, a la ley de la naturaleza, a Dios?
-Yo no creo en Dios-mi frase sonó como una hiriente blasfemia frente a la iglesia.
-Mentira, tú sí crees en Dios, en tus propios dioses, más bien.
-Pues esta tarde he matado a mi Diosa, a Laura. Ya no creo en ella.
-Y en mí, ¿crees en mí?
-¡Henry!- grité, gemí- ¡No me vuelvas loca! ¿Cómo que si creo en ti? ¿Qué clase de pregunta es esa?
-¿Crees en mí?- repitió como si nada- Porque yo sí creo en ti.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Y más trocitos que me apetece publicar...

Todo en él era tan inaguantablemente cinematográfico, literario, plástico…Tal y como Henry reconocía, la vida está llena de momentos muertos, puntos espacio temporales en los que no ocurre nada, o al menos, nada que merezca la pena ser relatado. Pero aquella mañana, sentada en las frías escaleras de la puerta trasera del colegio, la vida, la realidad, desafiando al férreo mando de la disciplina cotidiana que prescinde de las escenas oníricas, viví un momento mágico: porque hasta entonces semejante encuentro había sido una ensoñación vaga y nebulosa en mi fantasía que nunca ocurriría. Pero estaba sucediendo lo imposible, estaba pasando: Bartolomé Reinosa estaba, por extraño que pareciera, solo y en mi mismo radio de acción mirándome con curiosidad. Su ruidoso, bello y arropador séquito había desaparecido como por arte de magia, sólo estábamos él y yo y la puerta trasera de Santa Clara como testigo.

Otro extracto...

Ella, siempre tan pálida, famélica y lánguida, bullía en vida, en energía. Tenía las mejillas sonrosadas por el esfuerzo. Parecía otra, vital, desmelenada, desenfrenada. Estoy convencido de que disfrutaba, al fin, de poder “desencorsetarse” de la disciplina de la danza y hacer ejercicio sin pautas ni correcciones. Laura demostraba con sus movimientos y su aguante que se encontraba en una forma física envidiable; estaba claro que tenía una gran formación en una disciplina que exigía tanto esfuerzo y agilidad como el ballet. Pero eran tales los nuevos estímulos que recorrían a aquella muñequita articulada, tan violenta la libertad de la que gozaba entonces, que no pudo controlarse, y finalmente, en un momento dado, cuando la lata le venía a ella, la golpeó con su delicada mano, y en ese golpe, limpio, preciso, elegante, el tiempo se congeló para los que estábamos allí, porque vimos cómo, casi por arte de magia, la trayectoria de la lata, en principio dirigida a Bañuelos, daba un diabólico giro hacia atrás y se precipitaba por la ventana que algún imprudente había dejado abierta. Y al instante, escuchamos un sonido de choque y un instantáneo ¡AY! que llegaban desde el patio trasero, a donde daba la ventana. La lata le había dado a alguien, y el quejido, proveniente de una dolorida voz aguda, debía de haberse escuchado en un kilómetro a la redonda. Cuando se supo quién había sido la víctima del latazo, el destino parecía haber querido conspirar contra nosotros

domingo, 2 de noviembre de 2008

Trozo de "Vida y Muerte del Hombre Caduco" (mi último relato)

Es algo hermoso esto de la autosatisfacción, la falta de preocupaciones, estos días llevaderos, a ras de tierra, en los que no se atreven a gritar ni el dolor ni el placer, donde todo no hace sino susurrar y andar de puntillas.

Hermann Hesse, El lobo estepario



Hace tiempo que comprendí que los seres humanos no caducamos cuando dejamos de respirar o cuando mostramos un encefalograma plano, o cuando nos quedamos en estado vegetativo, perdiendo para siempre la conciencia y el raciocinio. No, señor: caducamos cuando nuestra vida deja de tener sentido, algo que ocurre en el momento que consentimos que pase esa oportunidad única e irrepetible que, de haber sido aprovechada, podría habernos conducido a una existencia completamente diferente y mucho más satisfactoria que la que al final nos acaba prostituyendo hasta el día de nuestra muerte. Por supuesto que al realizar esta tajante afirmación nos estamos moviendo en el territorio de lo hipotético; nunca sabremos a ciencia cierta si hubiéramos sido más felices de haber estudiado esa carrera que todos nos recomendaron rechazar, o de habernos instalado en ese país que al final se nos presentó demasiado lejano y temible, o de haber escogido como pareja a ese hombre o a esa mujer que, pese a hechizarnos, permitimos escapar. Sí, de acuerdo, hablamos de posibilidades remotas, de probables, de posibles, qué sé yo cómo definirlo, pero estoy convencido de que a raíz de lo que acaban de leer no han podido evitar acordarse de sus espinitas particulares, de esos “pudo ser pero no fue” que ustedes también arrastran, ¿a que sí?