miércoles, 6 de febrero de 2008

Petites Cauchemares III (continuación)


La atosigante búsqueda de la belleza ocupó buena parte de mi pubertad y de mi adolescencia.
Como si recrearme con el halago estético que, de vez en cuando, el mundo concedía a mis sentidos, me situara en una órbita dichosa y protectora, lejos de fealdades, dolores y realidades, pero jamás inmune a ellas.
Pero la belleza, ¿cómo resistirse a ella?
Primero la busqué en los objetos materiales que me rodeaban.

En las preciosas muñecas de coleccionista que empecé a admirar con devoción desmedida, y a rogar que me fueran regaladas. Aquellos cabellos de ángel, trenzados y ondulados, de colores ricos y deslumbrantes; los vestidos, de telas brillantes y encajes cuidados y brillos mesurados; las proporciones de plástico deslizante, perfectas, poca cintura, mucho busto; las caras impecables, ojos enormes, sonrisas perennes...

Mis muñecas eran la belleza condensada en pequeños maniquíes con olor a colonia infantil. Se acumularon en mi cuarto como si yo fuera un tragón previsor haciéndose con alimentos ante la proximidad del crudo invierno. Mis muñecas serían píldoras de hermosura en los días más poco agraciados del año: me suminstrarían belleza curándome de espantos y penurias.

También estaban las casas, mi obsesión por las casas. Victorianas, palaciegas, de campo, espléndidos apartamentos urbanos, minimalismo, castillos, o pequeñas, blancas y mediterráneas. Todas valían. Mientras fueran hermosas. Las veía (y deseaba ser su ocupante) en las revistas de decoración, en las películas, en las ilustraciones de cuentos infantiles. Escalinatas, pasadizos secretos, salas de baile y de música, mecedoras y monta cargas. Columnas, galerías cristalinas, jardines, laberintos interminables, estatuas de piedra, estanques y piscinas. Construcciones humanas, poco útiles pero rematadamente deseables. Yo quería aquellas casas soñadas, deslizarme por ellas como omnipresente fantasma, perderme en sus estancias banales, taconear sus suelos, acariciar sus muebles.
Y escuché música clásica, mucha música, indiscriminadamente, los nombres rusos, franceses, alemanes, revoloteaban en las óperas y melodías que atosigaban mi aparato de música sin prestar yo demasiada atención a aquellos datos teóricos. Sólo quería que mis oidos fueran acariciados por aquellos torrentes de promesas, de coros celestiales o texturas del inframundo (oh, Carmina Burana...)...Porque aquella música lo dejaba claro: existía otro lugar, diferente al mundo que yo conocía, un lugar exquisito, supremo, idílico, ¿había que ser un artista, un genio, para poder acceder a él? Pues lo haría: me convertiría en un siervo de la belleza.

Sin embargo la música tenía un insoslayable defecto: la vista no era necesaria para dejarse impregnar por ella. Y fue duro admitirlo, pero sin ojos, mi concepto de la belleza no era auténtico, pleno: todo quedaba en un buen (pero insuficiente) sustitutivo de lo verdadero.

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