jueves, 24 de junio de 2010

Lo prometido es deuda

No creo en mi novela, esa es la verdad. Y lo digo sin ningún ápice de victimismo, masoquismo o ruines deseos de que la audiencia se esmere en hacerme pensar lo contrario. Lo digo porque lo pienso, de veras que lo pienso, pero por deseo expreso de dos buenas amigas mías, publicaré en el blog el capítulo en el que la protagonista pasa a formar parte del ya difunto Taller Literario que albergó no hace demasiado la magna Universidad de Deusto, en Bilbao. Allá vamos, que lo lea quien pueda. Es que yo procuro cumplir siempre mi palabra...

Cuando terminaron las clases y llegó el momento de abandonar Santa Clara para ir con Henry allí, no cabía en gozo: me sentía dichosamente culpable, como si no fuera lo suficientemente buena como para merecer semejante privilegio. El Cuervo me esperó en la puerta de clase (de nuevo, él recogía sus cachivaches antes que yo) mirándose los zapatos, y cuando llegué hasta él, como si estuviera a punto de subirme en su carromato de tinieblas, me preguntó arqueando una ceja:
–¿Estás lista?

No puedo describir la hormigueante sensación que me producía caminar al lado de Henry un jueves (¡un jueves con Henry!), rumbo a la Universidad de Deusto. Él estaría deseando que yo le preguntara por el taller, que le mostrara cierto nerviosismo, dudas, ante mi inminente entrada en aquel grupo que, según el folleto que Silvia me había dado, trataba de “despertar la riqueza que se lleva dentro a través de la pluma”.
Pero yo no tenía miedo; si Henry podía estar allí, yo también.

––¿Ya te imaginas cómo va ir la cosa? ––finalmente tuvo que ser Henry el que me planteara la pregunta ya que mi boca parecía sellada.
––Pues lo intuyo, más o menos. Hablaremos de libros y autores, ¿no?
––Claro, Ana, eso es evidente —cuando se dirigía a mí por mi nombre era que quería poner énfasis en algo o porque me regañaba con instinto casi paternal, lo cual le hacía parecer muy cómico—. Pero seguro que no sabes que hoy vamos a hablar de Truman Capote.
Aquello era demasiado, ¿cómo podía tener tanta suerte?
––Vaya, uno de mis preferidos ––comenté como si todo lo que sabía sobre Capote, del que me había leído su bibliografía completa, lo supiera sobre muchos autores más—. Creo que voy a disfrutar mucho de la reunión de hoy…

Y gracias a mi impostada altanería logré lo que ni siquiera había soñado: sin que yo se lo pidiera, Henry me fue haciendo un perfil de cada miembro del taller antes de llegar a la Universidad de Deusto, de tal manera que cuando me encontré allí, frente al glorioso edificio, albergue de universitarios y sus envidiables vidas adultas, sabía mejor lo que me iba a encontrar.
La Universidad de Deusto se levantaba bajo el monte Artxanda, en el barrio que le daba nombre, y quedaba justo enfrente del Museo Guggenheim. Era llamativo el contraste brutal entre ambas estructuras, la de la universidad y la del museo, cada una abanderada de un tipo de arquitectura opuesta al de la otra, testigos ambas de dos diferentes épocas y significados. El pasado y el futuro; el clasicismo y el más rabioso vanguardismo; la imponencia de la sobriedad y la titánica obra maestra de un genio de la arquitectura universal.

Entre aquellos universitarios con los que nos cruzábamos, los cuales caminaban con actitudes resueltas, confiados y bien armados de montones de apuntes y carpetas desbordadas, Henry y yo no podíamos evitar dar la nota con nuestros uniformes verdosos. ¿Cómo podía haber sido tan descuidada?, me dije. Debería haber llevado en una bolsa aparte ropa “de paisano” para cambiarme en el colegio antes de salir. Pero la actitud de mi acompañante me tranquilizó. Henry parecía tan sereno, despreocupado de lucir por aquellos lares como el hijo pequeño de La familia Monster, que enseguida olvidé el incómodo detalle, aunque algunos estudiantes nos miraran con curiosidad, y no fueran pocos los que intercambiaran comentarios con sus compañeros al vernos.
La universidad era por dentro aún más fascinante que por fuera. Los claustros de piedra fría y los pasillos, de techos insondables, provocaban que una se sintiera parte de una película repleta de intrigas y profesores chiflados con canosas y abundantes barbas.

El taller estaba en el primer piso. Para acceder a él era preciso entrar a una especie de despacho donde había una pareja de jóvenes becarios llevando toda clase de asuntos culturales y sociales; formaban parte del llamado Gaurgiro, el círculo de actualidad de la universidad. La chica, de poco más de veinte años, saludó a Henry con una amplia sonrisa en cuanto entramos por la puerta y me miró con curiosidad.
––Hola, Henry y compañía…Tú debes de ser Ana, ¿no?
Asentí sin decir una palabra. Me sentía intimidada por todo, por estar allí, por ser interpelada. Pero no me permití seguir con semejante actitud. Eché los hombros para atrás, elevé el mentón, y decidí que de entonces en adelante sonreiría y contestaría con palabras. En cambio, Henry parecía estar en su propia casa, incluso se molestó en preguntarle a la becaria por sus exámenes y en mantener una breve pero agradable conversación con ella. Una conversación “normal”. Tras ello, se despidió con una amplia sonrisa de la chica, y me invitó con un gesto a seguirle. Cruzamos una puerta que nos llevó a otra antesala donde un numeroso grupo de jóvenes discutía airosamente sobre política internacional, pero con argumentos bien estructurados y respetándose el turno de palabra, como si fuera una de aquellas tertulias televisivas sobre temas de actualidad que hacía tiempo que yo no veía.
Sin dejar de hablar, nos saludaron con un gesto y nos siguieron con la mirada hasta que llegamos a la última puerta. Henry la golpeó suavemente y una amigable voz femenina nos invitó desde dentro a que pasáramos. Obedecimos. Él entró primero, yo detrás, como queriéndome ocultar inocentemente por su delgado cuerpo.

La estancia era cuadrada y muy pequeña; dos de sus cuatro paredes estaban ocultas tras unas enormes estanterías desmontables desbordadas de cajas, archivos, libros, carteles y un sin fin de papeles. La mesa rectangular que ocupaba el centro era como las del colegio, y tenía muchas sillas alrededor.
Allí había cuatro personas sentadas; tres chicas y un chico. Todos saludaron a Henry con gran simpatía y me miraron expectantes, aguardando a que él o yo misma me presentara.
Fui yo quien lo hizo, mirando a todos y a cada uno de los presentes a la cara y con toda la simpatía de la que era capaz. Y ellos hicieron lo propio.
La chica encargada de coordinar el taller era pura dulzura y amabilidad. Se llamaba Carlota (era la primera vez que oía ese nombre fuera de libros o películas), tenía unos amigables y enormes ojos color avellana, y estudiaba Filología. Las otras chicas eran Emilia y Patricia, estudiantes de Derecho e Historia respectivamente. También parecían muy agradables. No pude evitar preguntarles si eran hermanas, más que por el cierto parecido físico que hallé en ellas (ambas vestían de forma similar, poseían largos cabellos oscuros y penetrantes ojos casi negros), por sus gestos, ademanes y forma de expresarse, ya que poseían similitudes que sólo los hermanos o los amigos íntimos llegan a compartir. Pero resultaron ser nada más que amigas.
El único chico era José Luis, alumno de Filosofía; en aquel momento estaba contando a los presentes que había leído en alguna parte que su admirado Jorge Luis Borges, al igual que él, detestaba las palomas.

Me parecieron muy pocos, pero me explicaron que aún quedaba gente por llegar, y que hasta que no estuvieran todos, no comenzarían la reunión, sólo charlarían, pese a que el taller hubiera comenzado oficialmente hacía un buen rato.

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