jueves, 24 de junio de 2010

Lo prometido es deuda (III)

Tenía curiosidad por saber cuáles eran las otras “falsas enemistades” del grupo, pero ya lo descubriría con el paso del tiempo. Quizás Herny y yo podíamos iniciar una nueva, Rimbaud versus Verlaine, por ejemplo…

Saltaba a la vista que los miembros del taller eran grandes amigos fuera de aquella estancia y que compartían su tiempo libre. Sin ir más lejos, aquel fin de semana había un par de planes programados: ir al Museo de Bellas Artes para visitar una exposición sobre el surrealismo, y una visita a casa de Mariela para cenar y ver una película. Sonaba apetecible, y creí que comenzaba a flotar entre empalagosos algodones de color rosa cuando fui invitada a ambos eventos.
Mi forma de agradecer semejante gesto fue hablar más de mí, aunque me sentía tan halagada y mimada que lo hice, quizás, con demasiado énfasis, casi atropelladamente. Henry me miraba con ojos desbocados.

Les confesé lo poco que me gustaba Santa Clara, e incluso les hablé de mi experiencia teatral en Ceares. Me dio igual que Henry estuviera delante, me traía sin cuidado lo que pudiera pensar. Incluso me vi tentada a observarle desde un punto de vista maquiavélico, de decirme eso de que el fin justificaba los medios. Porque quizás sólo había utilizado a Henry para conocer a aquella maravillosa gente a la que yo parecía resultar interesante y simpática, y ya no tenía por qué entregarme en cuerpo y alma a una asfixiante relación con él. Quise creer que era libre, que ya no le necesitaba, que podía volar sin él. Quise creerlo, pero no lo conseguí.

—Ana, el curso que viene, ¿estarás en Inglaterra o piensas estudiar en Bilbao la carrera? Si es que quieres estudiar una carrera, vamos…––se dirigió a mí Patricia.

Aquello me pilló por sorpresa, pero intenté salir lo mejor parada posible. Todos me miraban expectantes, Henry especialmente:
—¿Quedarme aquí el año que viene? No lo sé, pero aún tengo todo un año por delante para saber si me gusta tanto Bilbao…En cuanto a lo de estudiar una carrera, tampoco sé exactamente qué es lo que quiero estudiar…Supongo que algo, digamos, creativo, aunque mis padres me insisten para que estudie Economía.

—Henry siempre dice que va a meterse en mi mundo, en el de la denostada e ingrata Filología Hispánica. Te animo a que sigas el ejemplo de tu amigo, ¡únete a nuestra causa! —exclamó jocosa Carlota. Henry me miró con una mezcla de esperanza y miedo que me hizo llegar a la conclusión de que mi peculiar amigo hubiera agradecido que entonces yo dijera que sí, que, efectivamente, deseaba licenciarme en Filología en Deusto. Pero no lo hice porque era algo que jamás se me había pasado por la cabeza.

Alguien anunció entonces que nos quedaba poco tiempo. Cerraban el aula a las seis de la tarde, y eran las cinco y media, así que concluimos la reunión con un ejercicio de creación literaria: teníamos que escribir entre todos una historia; cada uno partía del párrafo que había escrito la persona situada a la izquierda, escribía una continuación, y pasaba el folio al compañero de la derecha.

Comenzó Esther y tardamos muy poco tiempo en terminar. Quedó algo curioso: se trataba de la historia de un robot escritor que tras superar un intento de suicido provocado por el abandono de su novia humana al descubrir que es un robot, acaba trabajando como profesor en la universidad, y allí se enamora nuevamente, pero esta vez de una alumna que, aunque él no lo note, es un robot que no sospecha que su profesor también lo es. Pero al final, ambos descubren la verdadera naturaleza del otro, y a ella no le importa, pero a él sí, y la abandona. “No es nada personal, pero tengo por costumbre salir sólo con humanas”: así terminaba la cosa. Lo del intento de suicidio fue mío; el final, de Henry.

Cuando la becaria de la entrada nos vino a avisar de que eran ya la seis de la tarde y que debía cerrar con llave el aula, Carlota me explicó que la reunión seguiría a partir de entonces en una cafetería-restaurante del barrio de Deusto llamada Deustoarrak. Así, toda la trouppe de inminentes literatos nos dirigimos a aquel local, situado a apenas diez minutos de la universidad. En cuanto estuve allí, frente a un humeante café con leche, bien acomodada en un mullido sofá de color oscuro y con un decoroso Henry plantado a mi lado (se le veía tan sereno y afable que temí estar con su hermano gemelo), supe al instante por qué era el lugar idóneo para albergar reuniones de un grupo así. Decorado con armaduras medievales, alfombras y tapices granates, y presidida por una hermosa chimenea, allí dentro se tenía la sensación de haber retrocedido siglos en el tiempo y encontrarse en una reunión de la Mesa Redonda de Camelot, aunque en vez de tratar los asuntos de un reino celta, los allí presentes nos dedicamos a hablar sin cesar de todo: de política, literatura, cine, música, así como de obsesiones y banalidades varias, pero siempre con tanta pasión y entusiasmo que parecía que fuéramos los responsables de decidir el rumbo que debía seguir el mundo entero.

En aquella amalgama de relatos, remembranzas y opiniones, participamos tanto Henry como yo, alejándonos así de nuestro patrón de adolescentes cohibidos y expectantes.
Cuando la calidez de la confianza me convenció de que pisaba sobre terreno seguro, me aventuré a exponer el argumento de algunos de los cuentos que había escrito (y que desgraciadamente en aquel momento no tenía conmigo); y la simple narración de las que yo consideraba deprimentes y algo surrealistas fábulas, pareció fascinar a mis oyentes.

––El próximo día trae algo, Ana. Tengo ganas de leer ese cuento tuyo del escritor que escribe libros “ya dictados” por voces misteriosas, ¡suena apetecible! ––exclamó Emilia.

Henry también parecía interesado en mis creaciones, y él mismo se animó a leernos a todos los últimos versos que había escrito la noche anterior (él sí que había traído su cuaderno). Y su éxito fue rotundo. Jamás hubiera pensado que Henry escribiera tan bien, porque aquellos poemas, pese a ser un trabajo claramente inspirado en la devoción que sentía por los simbolistas, recogían su impronta, algo que sólo podíamos apreciar los que le conocíamos; porque aquellos versos transmitían dolor y ternura a la vez; desesperanza y tinieblas, pero también cierta y sutil rebeldía.

––Impresionante, como siempre, Henry, aunque ya sabes que opino que pecas de oscuro, ¡supongo que será la edad! ––rió Carlota. Y Henry recibió sus alabanzas con timidez y una sonrisa de agradecimiento. Pero no se conformó sólo con recitarnos sus poemas, había mucho más en él que eso. Al parecer, le interesaban otras cosas…

En un primer momento, me resultó extraño escuchar a Henry enfrascarse en una apasionante conversación con Jacobo sobre la postmodernidad y la globalización. Pero después, no pude por menos de admirarle. Utilizaba argumentos sólidos para defender su postura y se expresaba de un modo coherente, manteniendo el temple en todo momento. El niño de los Monster era, al parecer, un ciudadano del mundo, y todo un existencialista, aunque eso ya lo sabía. Pero sólo allí, entre el ambiente medieval de Deustoarrak, conocí la impresionante teoría de Enrique Cuervo sobre cómo podíamos escapar de la muerte. Todos les escuchamos anonadados mientras se explicaba.

Según explicó Henry, hay tres formas de reírse de la dama de la guadaña —ya que vencerla es imposible—: la primera consiste en olvidarse de que existe, no teniéndola en cuenta para nada, no mencionándola nunca; en la medida de lo posible, por supuesto. La segunda es tratar de no arriesgar la vida por nada, por absolutamente nada que dependa de la voluntad de uno: ni participando en un deporte de riesgo, ni tomando un medio de transporte que no sean las piernas de uno, ni saliendo a la calle un día de viento… (la calidad de esta clase de vida es tema aparte, por supuesto).

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