jueves, 24 de junio de 2010

Lo prometido es deuda (II)

Nada más conocerme, aquellas personas mostraron una instantánea y desinteresada amabilidad conmigo, me invitaron a sentarme junto a ellas y se dirigieron a mí con tanta delicadeza que casi logré emocionarme. Si Henry, que se movía por allí como si estuviera en su casa, había llegado a ser amigo de ellas, era en verdad un chico muy afortunado.

Sobre la mesa había restos de bocadillos, fruta y refrescos. Al parecer, ellos también habían comido. Yo lo había hecho en el recreo; tras pasar brevemente a saludar a Silvia, había dado buena cuenta de un par de manzanas y una ensalada de atún de lata en el aula vacía; estaba prohibido comer en clase, pero nadie me había descubierto. Y si Henry había ingerido algo era un misterio, quizás alguna sintética y pegajosa palmera de chocolate de aquellas que le había visto mordisquear en ocasiones, entre cigarro y cigarro, en compañía de sus amigos del patio.

En el centro de la mesa había una enorme caja forrada con papel de regalo llena de folios, papeles y cuadernillos que sobresalían por todas partes amenazando con reventarla.

––Es la caja de Pandora —me explicó Carlota––; aquí metemos nuestras cosas. Lo que escribimos en el taller, cuadernos con las poesías de nuestros recitales, folletos o fotos interesantes…En fin, es un cajón de sastre al que habrá que poner orden algún día, ¡pero es que aquí todos somos un desastre!

Poco a poco, mientras escuchábamos a Carlota relatar sobre qué había versado una interesante clase de Teología que había recibido aquella mañana, fue llegando el resto del taller. Aunque a veces podían llegar a ser hasta veinticinco personas, según me explicaron, el grupo base lo componían unas doce. Y aquel día, quizás debido a mi presencia, se superó dicha cifra.

En cuestión de minutos, la estancia se fue llenando. La puerta no dejaba de abrirse y cerrarse y las sillas se ocupaban al instante. Así, aquel mismo día, tuve la suerte de conocer a la esencia del taller literario, el “taller base”, como ellos lo llamaban. Además de Carlota, Emilia, Patricia, José Luis y Henry, estaba Pedro, estudiante de Barcelona que habían elegido Bilbao para completar sus licenciatura de Empresariales; Mariela, que cursaba estudios de Turismo y cuya sonrisa era contagiosa; Esther y Andrés, ambos de Derecho, y que también estaban en el taller de teatro; Jesús y Jacobo, de Historia y Filología respectivamente, y que escribían en la revista de la universidad, y Sara, una chica de larguísimos cabellos coloreados con hena y aspecto de hada encantada que estudiaba Historia.

Me pidieron que me presentara en voz alta, pero no se me hizo tan incómodo como se me había hecho en Santa Clara o Ceares.
Les dije cómo me llamaba, de dónde venía y con qué intenciones. Les pareció tremendamente interesante que mi madre fuera inglesa, aunque por el taller hubieran pasado ya varios jóvenes del programa Erasmus de casi todas las nacionalidades europeas (y no había que olvidar que tenían a un impagable medio irlandés entre sus fieles invitados).
Les hablé de mis autores preferidos (el hecho de que adorara a Rimbaud y a otros poetas malditos hizo que me granjeara automáticamente la simpatía de Emilia y Andrés) y de mis novelas predilectas.

—Vaya, Ana, pues estás de enhorabuena; hoy vamos a hablar de Truman Capote ¡y una de las novelas a analizar es de las que adoras: Desayuno en Tiffany´s!
––Que por cierto, no tiene nada que ver con la película —dijo alguien.
––Pero la película también es fantástica ––replicó otro.
––Ya, por supuesto que sí, pero cuenta otra historia. Es que el personaje de Holly Golightly estaba pensado para Marilyn Monroe, no para Audrey Hepburn, ¡y eso lo explica todo! ––se dijo.
Así comenzó la reunión del taller. Todos, uno por uno, y respetando el turno de palabra, fueron dando opiniones y datos sobre Capote y su obra. Al parecer, allí nadie ignoraba la obra del autor.
Pero enseguida empezaron a saltar de un tema a otro, y no sólo hablaban de literatura. Podían aludir a cuestiones personales, quejarse de la cercanía de los exámenes por ejemplo, para pasar a hablar seguidamente del realismo mágico o del descacharrante sueño que les había torturado la noche anterior.

Yo me mantenía en silencio, maravillada, y Henry hacía lo mismo. Me pregunté si sería así en todas las sesiones, o si lo hacía porque estaba yo delante y le daba pudor manifestarse en público.
Lo que estaba claro era que cada una de las personas que allí encontré era un delicioso e irrepetible universo en el que merecía la pena indagar. Asistí maravillada a la reunión de un grupo de personas que fuera de aquella pequeña clase serían consideradas, posiblemente, como “raras” o “excéntricas”. Y como si Carlota me hubiera leído la mente, dijo:
––No te asustes, Ana. Probablemente pensarás que estamos loquísimos.
––Sí, pues menos mal que no vino en la época en la que el taller era casi el museo de los horrores ––afirmó convencida Patricia.
—¿A qué te refieres? —pregunté con curiosidad.
—Pues que hubo un tiempo en la que nos veía cada personaje…Vamos, que aquí había gente chalada de verdad.
—Como el teólogo aquel, que contaba lo de los exorcismos del Vaticano…
—¿Y os acordáis de Cleopatra? Era una chica que tenía el mismo corte de pelo que Cleopatra, y que tenía cara de susto las veinticuatro horas del día, así ––y varios de los del taller comenzaron a imitar a aquella tal “Cleopatra”, abriendo los ojos de forma desmesurada, como actores de cine mudo.

También tocaron temas más profundos; sin ir más lejos, la fe religiosa o la necesidad de creer en un Dios, lo que originó una discusión amistosa en la que los participantes se expresaban con una envidiable riqueza de vocabulario y aludiendo a autores y teorías de lo más variopinto. Parecía mentira que aquel grupo de jóvenes de alrededor de veinte años fuera poseedor de tantos conocimientos. Por suerte, yo conocía a la mayoría de los autores citados y la conversación me era perfectamente comprensible, incluso podría haber participado; pero preferí seguir escuchando, al menos, por el momento.

Luego, tras aquella profunda conversación, de pronto, Andrés encendió con su mechero un par de velas que había dentro de la caja de Pandora, y apagó la luz.
—Sobraron de Halloween. Es que la víspera de Todos los Santos escribimos relatos de terror y los leímos a luz de las velas… De lo mejor que he vivido aquí dentro… ––explicó Emilia con una sonrisa malévola.
—Como irás viendo, aquí tenemos mucho macabro, Ana. Aunque en eso, Emilia se lleva la palma ––señaló Sara. Y Emilia sonrió (extrañamente) halagada.
—Y también hay algún que otro esotérico alucinado, como tú, Faraona —le dijo con una sonrisa maliciosa José Luis.
—¿Me hablas a mí, Griego Asqueroso? ––preguntó Sara a su amigo con falsa indignación.
Con resignación, Carlota me explicó que aquel intercambio de peculiares improperios era origen de una de las “falsas enemistades” del taller, inspiradas en las tormentosas relaciones que mantienen ciertos escritores (pusieron de ejemplo a Góngora y Quevedo), pero basadas en el cariño y en las ganas de picar al amigo en cuestión, que no en la rivalidad. La de Sara versus José Luis se daba porque mientras que la primera defendía a ultranza las culturas y civilizaciones orientales (desde los países árabes hasta el Imperio del Sol Naciente), José Luis era un abanderado de la cultura Grecolatina. Pero se enfrentaban siempre en un tono jocoso y amistoso.

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