viernes, 4 de diciembre de 2009

Y otro trozo más...


La soledad es un sepulcro que muchas veces levantamos conscientemente sobre nuestras cabezas, pero eso sí: movidos por las circunstancias. La soledad puede pasar de ser un tesoro a ser una maldición; de ser ansiosamente buscada a ser repudiada por insoportable y mezquina.
–Hay personas que poseen habilidades sociales pero que luego son auténticas energúmenas, quiero decir: saben cómo y cuándo ser simpáticas u ocurrentes, y cuándo, más frías y duras, y así, lograr lo que se proponen, pero luego, en cuanto a bondad y calidad humana dejan mucho que desear. Son animales sociales, pero no buenas personas —le decía yo a Henry, aludiendo a mis joviales acosadoras, aquella tarde en la que el cielo nos declaraba al fin una suerte de tregua. Algunos rayos de sol, incluso, se habían atrevido a romper la gris uniformidad del firmamento bilbaíno—. Y precisamente por eso prefiero estar sola que acompañada por esa clase de seres, no quiero pasar mi tiempo con animales.

Caminábamos por la larguísima calle de Máximo Aguirre, cerca de la casa de la abuela de Laura, tras apearnos del autobús que acababa de cruzar el puente de Deusto.
Aquella tarde, pese a que yo me había dado tanta prisa como había podido en recoger mis cosas, Henry se había rezagado (quizás a causa de la debilidad que le había dejado la enfermedad) y habíamos perdido el autobús de itinerario mágico. Así que tomamos aquel otro, el siguiente que llegó. La idea de apearnos cerca del Parque de Doña Casilda, a media hora de casa, fue idea de Henry, y yo acepté. Me apetecía pasear por aquel hermoso parque con estanques llenos de patos y cisnes, fuentes y estatuas de piedra, y vegetación oscura, un pequeño oasis dentro de la jungla urbana.

No supe si era porque estaba cansado o porque le apetecía prolongar nuestro paseo, pero a los pocos minutos de pulular por allí Henry me propuso detenernos un rato en una cafetería del parque.

–Es que tú también eres un animal, Ana –me dijo mientras nos sentábamos en las mesas de fuera, algo oxidadas piezas de mobiliario de jardinería aún húmedas por las lluvias recientes. Me sorprendió que aquella cafetería tuviera terraza a las puertas del invierno, pero bien protegida, eso sí, por paneles macizos y toldos. Ante su acusación, guardé silencio.

–Bueno, no tienes prisa, ¿verdad? –me preguntó al ver que consultaba la hora en mi reloj. No era lo suficientemente avispado como para deducir que lo hacía como un tic nervioso, por hacer algo, por mantenerme entretenida en una tontería que me permitiera olvidarme un poco de que me había sentado a charlar con un ser humano de mi edad tras dos meses de rara relación.

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