lunes, 30 de noviembre de 2009

Pedazo sobre la tía Eloísa


—Bueno, sea lo que sea, lo primero de todo, levántate —hablé y me comporté como veía que hacían las heroicas enfermeras en las películas bélicas: con sumo cuidado pero con firmeza, para no dejar a la víctima que se empachara sin remedio a base de autocompasión y victimismo. Pero la situación de mi tía era menos grave que la de aquellos soldados de las películas a los que quemaban la piel o amputaban miembros; al menos, vista desde fuera.

Al final —y no sin mi ayuda—, logré que se incorporara, se sentara en el sofá y se echara la tupida capa de pelo oscuro hacia atrás (me recordaba a una de esa niñas de párvulos cuya afición preferida consiste en meterse gruesos mechones de pelo en la boca). Enderecé la lámpara —símil instantáneo y poco afortunado de la caída de la espigada figura de Eloísa sobre el suelo—, y me senté a su lado. Y al momento me di cuenta de que mi tía había bebido más de la cuenta. El inevitable olor a humo que desprendían su cabello y su ropa se mezclaba con su perfume penetrante y goloso, el de las ocasiones especiales, y con el aroma a vino tinto de sus bien dibujados y algo resecos labios rosáceos.

La miré fijamente a los ojos. Mis secas e inquisitorias esferas marrones contra sus enrojecidas y acuosas esferas marrones: no tenía escapatoria, no podía huir, deslizarse como uno de los pliegues de sus vestidos danzarines y dejarme con la palabra en la boca. Tenía que darme una explicación.
Pese a los surcos del dolor, su rostro de divinidad egipcia aterraba en toda su magnificencia a la tenue luz de la lámpara rescatada. Me devolvía la mirada aquella mujer imposible, sangre de mi sangre, a la que había llegado a odiar y a la que entonces pretendía consolar o, por lo menos, escuchar y comprender.
—Ana, hace meses que me veo con un hombre casado —declaró como una flecha efectiva y directa. No había vergüenza ni en su voz ni en su tono, pese a las generosas cantidades de vino que, posiblemente, circulaban por su sangre—.Y esta noche hemos discutido porque, una vez más, han incumplido su promesa de que…
Como hay niños pequeños que se tapan con ambas manos las orejas para no escuchar algo que les disgusta, en aquella ocasión yo hice algo parecido, sólo que mis manos no se movieron del hombro y del codo de Eloísa, donde estaba benignamente instaladas: me “tapé” los oídos figuradamente para no escuchar una frase de telefilme barato y repetitivo. Era demasiado desagradable para mí.

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