lunes, 2 de noviembre de 2009

Última noche en el Venice Simplon (4)


Cuando una vez arreglado se contempló en el espejo de su baño privado, comprobó que continuaba siendo bastante atractivo pese a su delgadez, y que su piel estaba más dorada y brillante que nunca gracias a los soles de los exóticos parajes que le habían visto en los últimos meses. En aquel espejo de medio cuerpo volvió a reconocer al cultivado y lenguaraz muchacho burgués que había conquistado a todos con su arrebatador estilo sin precedentes. Y se maldijo en silencio por no ser capaz de seleccionar, de entre todas las historias y experiencias recolectadas durante su interminable viaje, las semillas precisas para escribir algo nuevo, algo bueno. Volvía a París con las manos vacías.
El tren poseía tres vagones restaurante, y Gerard escogió uno llamado L’Étoile du Nord, La Estrella del Norte, por el simple hecho de que era el nombre que más le gustaba. Como se imaginaba, las gentes que por allí se movían iban de punta en blanco, luciendo vestimentas y joyas que hacían que su caro traje de impecable corte y luminoso tejido se asemejara al modesto uniforme de un simple y correcto camarero, hasta el punto de que una pareja de octogenarios emperifollados llegaron a pedirle dos san franciscos cuando pasó cerca de su mesa. Pero Gerard no se molestó, estaba de muy buen humor: volvía a casa y se encontraba en un lugar espléndido, donde el lujo y la exquisitez brotaban sin límites en cada rincón, algo que de lo que no se había empachado precisamente en su vuelta al mundo, ya que, firmemente convencido de que lo “auténtico” germinaba sólo en las zonas más alejadas de la mano de Dios, se había movido principalmente por aldeas apenas civilizadas, hoteluchos de mala muerte y un sinfín de garitos poco recomendables.
La noche había caído ya sobre el tren, y las luces que iluminaban La Estrella del Norte, provocaban que las exquisitas cuberterías y cristalerías resplandecieran tanto como los diamantes y los gemelos de sus divinos ocupantes.

Gerard ocupó una mesa situada al final del vagón. Cuando comía solo, algo que llevaba haciendo casi dos años, no le gustaba situarse en el ojo del huracán. Y no por miedo a que se le acercara algún fan desquiciado (durante su largísimo viaje sólo había sido reconocido en media docena de ocasiones por discretísimos admiradores), sino porque le gustaba más observar que ser observado; al fin y al cabo, era o había sido, narrador de vidas ajenas.
Pidió al camarero alguna de aquellas exquisiteces que la carta mostraba —y que, al final, siempre sabían a lo mismo: a pollo con compota de frutas—, y mientras disfrutaba de su copa de champagne helado, miró con curiosidad a su alrededor. Comprobó que la edad media de los comensales sería de unos setenta y ocho años. Estaba claro que el ambiente recargado (y algo rancio) del Venice Simplon atraía más a las generaciones vetustas que a la nueva y joven clase alta, más interesada en fiestas desenfrenadas en cruceros monumentales. Sólo él y otro hombre que cenaba solo, situado a apenas dos mesas de la suya, rebajaban la media. Se trataba de un apuesto cincuentón tan elegantemente vestido como el resto de los pasajeros, pero con un toque de encanto dandi; lucía su aún abundante cabello rubio peinado hacia atrás y una camisa de seda morada bajo su impecable americana de terciopelo negro. Picoteaba con ostensible desgana un plato de pasta; masticaba sin apenas mover la larga boca de su agradable rostro, dotado de una amplia nariz, un poderoso mentón tan pálido como el resto de su piel, y un par de incisivos ojillos celestes que, pese a estar aparentemente concentrados en observar el paisaje negro que corría tras la ventana, miraban de reojo hacia donde Gerard se encontraba. Aquel hombre era, sin duda alguna, uno de esos personajes que con su sola presencia consiguen eclipsar a la práctica totalidad de los elementos presentes en su radio de acción y atraer hacia sí todas las miradas.

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