martes, 22 de septiembre de 2009

Sigo, a punto de terminar...

De todos modos, sí que hubo otra ocasión en la que nadie, nadie, pudo negar que yo había realizado el mejor ejercicio: fue cuando nos tocó fingir nuestra propia muerte. La profesora nos señalaba con el dedo índice a modo de imaginaria pistola, gritaba “¡PUM!”, y nos “disparaba” a cada uno en lugar diferente. Teníamos que “morirnos” seguidamente, sintiendo el dolor donde nos había tocado.
A mí me “disparó” en el corazón, y prometo que noté el dolor de la bala cortándome y rasgándome la carne con furia y fuego. Por eso caí al suelo como me habría caído con el impacto de una bala real. Me llevé la mano al pecho y me vine abajo, dando mi costado izquierdo contra el suelo como si fuera el tronco de un árbol talado; el dolor de la caída me recorrió desde el hombro hasta el muslo, aunque eso sí, tuve cuidado para que mi cabeza no se golpeara.
Y aunque los aplausos entusiasmados de aquella panda de lunáticos celebraran lo que pensaban que era un juego más, yo, realmente, morí un poco en aquel aula de teatro. Antes de cerrar los ojos llorosos de mi fingido cadáver, dejé escapar un hondo gemido, tan estremecedor, que yo misma me asusté.
Extrañamente, “morir” fue mi ejercicio perfecto, el que estaba inconscientemente esperando y anhelando desde el comienzo de aquel curso de comediantes aunque, en realidad, para mí no tenía demasiado mérito fingir que la vida abandonaba mi cuerpo; era como pedir a una persona exhausta que se hiciera la dormida. Algo dentro de mí deseaba simular que moría, que me desvanecía en la nada, libre de obligaciones y remordimientos. ¿No era para asustarse descubrir que se deseaba, al menos un poco, desaparecer del mundo? Lástima que mi “muerte” durara tan poco; pronto abrí los ojos y me vi tumbada sobre el reluciente parqué de
Ceares. Me incorporé y poco a poco fueron apareciendo en mi ángulo de visión varios calcetines y chándales de diferentes colores, y después, varias cabezas con caras de admiración. “Muy bien, Ana: francamente bien”, me felicitó Rosaura. Asombrosamente, la Pirata no dijo nada. “Bueno, todos muy bien, en general, ¡sois un curso que os sabéis morir muy bien!”. Y todos le rieron la ingeniosa gracia.
Tras aquella clase, saqué dos conclusiones impagables sobre mi prometedora carrera como actriz: era la persona idónea para hacer un anuncio de gelatina (donde yo sería el producto, no el consumidor) y para interpretar a alguien a quien matan de un balazo en el corazón. Todo un mundo de posibilidades se abría ante mis ojos.

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