domingo, 18 de octubre de 2009

Última noche en el Venice Simplon (2)


Los grandes críticos y editores, los mandamases culturales, los más respetados señores del mundo de la literatura, al coronarle como el nuevo y flamante enfant terrible de las letras francesas, le habían condenado también a la presión de ser constantemente un autor brillante y rompedor sin importarles lo más mínimo su bienestar como ser humano. Eran, tal y como la dulce Diane denunciaba, una horda de avariciosas alimañas tan sólo interesadas en hacer dinero a su costa. Y sucedía que Gerard ya no daba más de sí. Al fin lo había comprendido. Diane era lo único auténtico y valioso en su vida y se entregaría a ella en cuerpo y alma. La amaba tanto que en todo aquel tiempo no había podido traicionarla acostándose con otras mujeres, pese a que no habían sido pocas las tentaciones. Los remordimientos no le hubieran dejado vivir. Ella siempre le había apoyado ciegamente desde el principio.

Su primera novela había sido un éxito rotundo, un clamoroso y revolucionario debut literario que muchos compararon con el de Radiguet y su El diablo en el cuerpo. La segunda, pese a los comprensibles temores de sus editores, le había elevado aún más en la imposible lista de los más vendidos y a la vez alabados por la crítica.
Y con la tercera de sus obras, aplastando los insidiosos rumores que apuntaban a que el fenómeno Chevallier debía dar ya, al menos, algún paso hacia atrás en su carrera hacia el éxito, había terminado por incrustarse en el firmamento de los gloriosos.
Había sido tal la admiración y veneración que despertaba, que algún que otro entendido en la materia se había atrevido a augurar que de seguir condensando en obras tan logradas su gran talento, podía ser que en un futuro no muy lejano el aún joven autor fuera un serio candidato al premio Nobel. Pero entonces, mientras el Venice Simplon devoraba raíles y más raíles, las cosas eran totalmente diferentes, porque tras veintidós meses pululando por el mundo sin pausa ni tregua, Gerard Chevallier había llegado a la triste conclusión de era incapaz de escribir una cuarta y deslumbrante novela. Le ocurría, sencillamente, que su vena creativa, su harén de musas o como quisiera llamarse al misterioso ente que desde bien niño le había susurrado estupendas historias que narrar, se había cansado de él y se había evaporado, dejándole inerte, silencioso y marchito, sin nada que mereciera la pena ser ofrecido a la masa lectora, siempre suplicando por nuevos libros con los que evadirse de la triste vida terrenal. Debía comenzar a aceptar que era probable que todo su talento se hubiera agotado definitivamente en las tres novelas que le habían encumbrado antes de cumplir los treinta y tres años.

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