miércoles, 11 de febrero de 2009

La Pequeña, de Louis Malle


Otra de esas películas que ponen los pelos como escarpias pero que hipnotizan a todo incauto que caiga en sus redes hasta que las entrañables palabras "The End" irrumpen en pantalla...

La Pequeña supuso el debut en el cine de una jovencísima Brooke Shields, que a sus doce años interpretó a una prostituta infantil en esta polémica cinta del director francés Lois Malle (del que recomiendo la enternecedora Adiós muchachos).

Muchos fueron los que acusaron a Teri Shields, la madre de la guapa y aristocrática actriz (su familia paterna entronca con la aristocracia europea y con los primeros colonizadores norteamericanos) de ambiciosa y manipuladora, ya que no dudó en que su hija apareciera desnuda y en situaciones explícitamente sexuales a tan corta edad a cambio de gloria y fama.
La propia Shields, que protagonizó después la también polémica El lago azul, confesaría años más tarde que le hubiera gustado tener "una vida normal".

Pero cotilleos aparte, creo que merece la pena ver la película aunque, en efecto, sea bastante desagradable conocer la historia (supuestamente ficticia) de esa niña que vive en un burdel sureño junto con su madre prostituta (al invisible padre apenas se le menciona) y sus compañeras de oficio; y que no puede, de ningún modo, escapar a su destino. Y eso que un peculiar y sensible fotógrafo que acude al burdel a inmortalizar la belleza decadente de sus meretrices se enamora perdidamente de ella en un claro homenaje a la Lolita de Nabokov.

Pero dicho fotógrafo, consciente de que a la pequeña se le está robando impunemente la infancia, en vez de rescartarla de su aciaga condena, no hace más que agravar el crimen: se la lleva a su casa y se casa con ella para saciar así la obsesiva pasión que siente por la niña de belleza turbadora.

La película es, en verdad, poco agradable de ver. La amoralidad lo inunda todo hasta llevar al espectador al borde de la náusea. La madre de la niña, una estupenda y creíble Susan Sarandon, ve normal que su vástaga siga su camino, al igual que toda la familia que forma el burdel y que constituye la vida cotidiana y "normal" de la niña. El único que parece sufrir por la joven víctima es el pianista negro del lugar, pero su triste mirada reprobatoria queda tan sólo en eso: en una mirada.

Cuando cumple doce años se subasta su virginidad en un rocambolesco evento en el que se la pasea por los aires vestida como una delicada muñeca de cubrecama salpicada de grotesco maquillaje, una suerte de ofrenda a los dioses de la crueldad. Los pujadores, pedófilos insaciables camuflados tras elegantes trajes sastre, claman lividinosos por alzarse con el codiciado objeto del deseo en una de las escenas más estomagantes del filme; tanto, que provocó que una amiga mía tuviera que apagar el vídeo unos instantes antes de retomar el visionado. No pudo digerir el asco que le produjo contemplar aquella bofetada a la moralidad más básica de nuestro "mundo civilizado" (que hace la vista gorda, no obstante, al turismo sexual en lugares como el sudeste asiático).

Y si el momento de la subasta horroriza, qué decir del que muestra el estado en el que queda la víctima tras su primer encuentro sexual con el orondo y elegante cliente que gana "la puja". El dolor físico de la niña, semidesnuda sobre la cama deshecha, sí logra despertar, entonces, la preocupación y compasión de su madre y de sus compañeras, pero todo termina en una innecesaria lluvia de risas tranqulizadoras, como si sólo hubiera sufrido un mal necesario, algo inevitable de su nuevo trabajo.

Pero no nos engañemos, la película no es una simple serie de escenas morbosas creadas a mayor gloria de los espectadores más perversos, sino una denuncia del robo de la infancia y la hipocresía de las clases sociales porque, al final de la película (NO LEER SI NO SE QUIERE CONOCER EL FINAL) Susan Sarandon, reconvertida en fina dama gracias al matrimonio con un cliente enamorado, vuelve a buscar a su hija, abandonada en un matrimonio imposible con el fotógrafo/ Humbert Humbert. Y es entonces cuando explica a la criatura que a partir de ya comenzará a acudir al colegio y que será una niña de verdad. De hecho, su acaudalado y comprensivo marido le compra vistosa (y tupida) ropa infantil y le regala un objeto profético, el símbolo final de esa infancia que la cría ya ha perdido por mucho que quieran reimplantársela de forma burda y dolorosamente tardía: un osito de peluche.

La cara de estupor e incredulidad de Brooke Shields, clavada en el objetivo mientras aparecen las letras de crédito y suena la música final, nos vuelve a abofetear sin miramientos: la hipocresía de las apariencias pretende borrar de un plumazo las atrocidades varias que contaminan nuestras personas, nuestros actos, nuestras vidas.

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