El sábado siguiente a la noche de Las Alas Azules amaneció turbio, helado, grisáceo. Sin saber muy bien cómo, desperté perfectamente arropada en mi cama de cabecera de acero. Llevaba el pijama puesto y mi ropa de la noche anterior reposaba pulcramente extendida y colocada sobre la butaca del cuarto. Pero de lo que nadie podía liberarme era de un insufrible olor a tabaco y alcohol que impregnaba todo el cuarto y, por supuesto, de una dolorosa y pastosa resaca. El estómago, destrozado; la garganta, transformada en un cilindro de metal ajado, y en la boca seca, un regusto entre dulzón y amargo. Los recuerdos recientes de la noche que acababa de pasar se veían eclipsados por mi nefasto estado corporal. No tenía fuerzas ni para sentirme avergonzada ni arrepentida, sólo me sentía mal e incómoda. Hubiera vendido mi alma al diablo por acabar con aquel malestar.
Miré el reloj. Eran las doce y media. Más de mediodía. ¿Qué iba a ser de mí? No se escuchaba ni un solo sonido por la casa, pero olía a pan tostado y a café. Sin duda alguna mi tía estaba viva. Y había hecho algo en la cocina. Pensé, con rencor, que era un milagro que anduviera por su bonita casita color azafrán.
La resaca es un curioso estado en el cuerpo se encuentra molido, inflamado y reseco a un mismo tiempo. La cabeza gira a un ritmo mucho más acelerado que el agotado corazón.
Me pasé una hora en la ducha y aún así, mi estado era bastante lastimoso. En cambio, mi tía estaba de muy buen humor.
Para estar en casa yo me ponía unos pantalones viejos, ropa de deporte y sudaderas, pero ella siempre parecía dispuesta a salir por la puerta rumbo a una fiesta de sociedad.
Aquella mañana llevaba un limpio vestido de algodón blanco de manga larga y que le llegaba hasta por debajo de las rodillas. Su cojera era más disimulable con prendas largas, pensé. Canturreaba por toda la casa y pese a mi patético estado, me dijo que aquella mañana se me veía muy guapa.
-¿Llegaste tarde anoche?-pregunté a mi tía. Ella me respondió que sí, que hacia las cuatro de la mañana. El sol brillaba afuera, pero la casa estaba helada.
-Ya dentro de nada vendrá el frío- afirmó mi tía. Llevaba una cola de caballo y la sonrisa brillaba una y otra vez en su rostro. Había llegado a casa una hora después que yo y se había levantado cuatro antes. “Es inhumana”, pensé.
Las hojas de otoño ya habían comenzado a cubrir a modo de amarillento tapiz las calles del barrio. En mi tía, preciosa como una dama de los bosques, no había señales ni de vino ni de lágrimas. Ella debía de haber tenido una velada de ensueño. Como me temía, apenas me dio detalles de su cena, sólo dijo que lo había pasado en grande.
-Deberías ir, ahora que ya tienes amigas, al restaurante al que fui yo anoche. Comida japonesa buena de verdad. Os encantará. Y no es demasiado caro, si es por dinero…
Pero no, no era por dinero si yo no iba, más bien por ausencia de amigas.
sábado, 15 de noviembre de 2008
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