Aquel otoño había sido el fin de nuestra época de inadaptación, de rebeldía, de automarginación y languidez, a modo de silenciosa protesta. No nos gustaba el mundo y aquellas habían sido nuestras modestas herramientas para demostrarlo. Pero el problema era que el tiempo del autoengaño había llegado a su fin. Ambos sabíamos de la falacia de aquella etapa de reclusión introspectiva y despecho ante la incapacidad del planeta por satisfacer nuestros anhelos. Porque yo quería que la vida fuera una narración extraordinaria, una película soberbia, donde los personajes estereotipados cumplieran con su rol a la perfección; villanos intachables, héroes impolutos, doncellas virginales y sobre todo, una mano maestra, un elemento invisible dotado de justicia suprema y absoluta que acabara poniendo todo en orden y dando la razón a los protagonistas aunque durante mucho tiempo las cosas no les hubieran ido nada bien. En resumidas cuentas, yo tenía una visión poético-cristiana de la existencia, y enfrentarme a la cruda realidad me había supuesto un trauma lo suficientemente virulento como para recluirme en mis obsesiones.
miércoles, 12 de marzo de 2008
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