Cuando me fui, la dejé en la casa de la playa, frágil pero serena; me despidió con un beso y dinero, "cómprate algo y acuérdate de mí", me dijo. No quise coger el dinero, pero lo acabé cogiendo, y le di un abrazo y nos despedimos. Quién iba a decir que sería la última vez que escucharía su voz. Allí la dejé, con su bata de verano color rosa y sus cabellos blanquecinos de los que siempre se quejaba. Allí la dejé, junto a la playa.
Ya he vuelto de Portugal, después de ver decenas de maravillas como el Palacio del masón de Regaleira, lleno de laberintos, elementos esotéricos y pasadizos subterráneos sin una pizca de luz y con goteras heladas; como la idílica Cascais, que hace pensar en la Costa Azul; como el café en el que Fernando Pessoa escribía y charlaba con otros intelectuales de la época; como la Boca del Infierno, donde Aleister Crowley fingió su propia muerte poco antes de una cita con Pessoa...
He visto tantas maravillas, subido tantas escaleras, tomado tantas fotografías,y sin embargo, no he gastado el billete que ella me dio en algo que me recordara a ella. Simplemente doblé el billete y lo guardé en mi cartera. Pero sí que me he acordado de ella, cómo no.
De nuevo en la isla, me lo han dicho, y por dentro, he sentido como si un afilado gancho me retorciera las entrañas hasta extraerles la última gota de savia. Antes de ir al hospital, estuve ensayando cómo llorar para adentro: es la única manera de no contagiar el llanto y mantenerse duro como una piedra mientras los demás se desploman. Tengo comprobado que fingir ser imbatible hace que los otros crean que es posible combatir cualquier mal, digamos que sé cómo alentar aunque por dentro mi alma sea una ruina. Es la sabiduría del que desea a toda costa no ver sufrimiento a su alrededor.
En el hospital no la he visto ya, me he encontrado con un cuerpo que posee sus rasgos y ciertos actos reflejos que la enfermedad no logra a arrebatar ni al más moribundo de los moribundos.
No habla, farfulla cosas ininteligibles, quizás actos reflejos que retrotraen a frases que pronunció en vida. Es curioso, pero las úncas palabras que he creído entender son insultos, reproches, despropósitos, algo sorprendente tratándose de un ser tan bondadoso. Será que es verdad lo que dicen: los enfermos más debilitados son los que sacan toda la ira y crueldades que en vida se tragaron. Será que la cercanía de la muerte les ha arrebatado toda herramienta de contención o mesura: para qué, si dentro de poco sólo serán un recuerdo y no tendrán que responder ante nada. A los fantasmas se les perdona todo.
La hablo y la acaricio como si fuera un bebé. Esa es la cruel paradoja de la existencia: pasada cierta edad media, no hacemos sino encogernos y tornarnos de nuevo en ese ser primigenio y vulnerable que necesita cuidados y constantes reprimendas por sus bruscos modales e incontrolados impulsos.
La hablo y la acaricio, y ante algunas de mis palabras, reacciona sonriendo. Una sonrisa de labios consumidos, una rayita horizontal pintada encima de su mentón y bajo la nariz que la transforma en una desangelada máscara en la que apenas brillan dos esferas color marrón apagado donde las lágrimas condensadas han sustituido a la luz. Y yo, me hago el fuerte, llorando para adentro, respirando hondo, ordenando a mis lágrimas que vuelvan a su fuente y no den guerra: es difícil interpretar al imbatible.
jueves, 9 de agosto de 2007
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2 comentarios:
Te acompaño en el sentimiento, Ian. Me acuerdo cómo fue la muerte de mi abuela materna, a la que adoraba, y también fue muy dura.
Gracias, Pequeño Perdedor. En estos momentos es cuando más se agradece el apoyo de los amigos. Cualquier frase de ánimo es oro puro...
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